Tuesday, December 05, 2006

Derivadas en The Blackboard

Como profesor de universidad puedo comenzar diciendo que soy de la generación del "blackboard". La primera vez que escuché esa palabra fue en tercero básico, en mi primer acercamiento al inglés cuando con mis amigos del curso cantábamos "julera la rusia", versión chilena de una de las tantas canciones de las películas de Travolta en la época. Blackboard. No sé por qué, pero junto a "sharpener", fueron de las palabras que más recuerdos me evocan en inglés. Todavía guardo en mi memoria las dos palabras escritas con faber nº 2 en mi cuaderno Torre de matemáticas, corcheteado y con portada de los ascensores de Valparaíso. Aunque, por ser de inglés, era de 60 hojas no más. Por ser idioma extranjero había pocas probabilidades de escribir tanto como en el ramo de castellano.
"Blackboard". Para mi sólo era sinónimo de pizarrón en otro idioma. Entonces nunca se me ocurrió separar la palabra ni revisar su etimología, por lo que muy tade descubrí que significaba algo así como tablón de color negro. Por cierto, entonces todas las pizarras eran negras, y recién en la universidad, diez años más tarde, vería mi primera pizarra con fondo verde. ¿"Greenboard"? Pues no, a esas alturas se había inventado algo mucho más moderno, menos polvoriento, los "whiteboard".
La verdad es que no me sorprendí la primera vez que los vi. Ni mucho menos los llamé así. Para mí eran simples pizarras que se escribían con un plumón que se borra. Eso sí, eran escasas, aún incluso cuando egresé de la universidad. Entonces todavía la tiza dominaba, pero menos. Poco a poco se fue rompiendo el monopolio que se tenía sobre las las pizarras y pizarrones. Poco a poco fue desapareciendo ese reloj que marcaba el inicio de un nuevo año con un pizarrón negro impoluto en marzo. Como el espacio antes del big bang, esa superficie negra esperaba el primer punto blanco, el primer tizne de tiza que daba inicio a las clases y terminaba de manera fulminante el verano. Época de manzanas, del kalkitos, de estreno de cotonas y delantales, la luz amarillenta del otoño se alargaba entre las cuatro y las seis, como una eterna despedida estival dejando una estela de recuerdos que empezaban en navidad y que terminaban con la compra del uniforme del colegio.
Desde mi oficina en la universidad aún puedo ver esa luz, y todavía siento una extraña emoción cuando dan las cinco y veinte de la tarde y me dan ganas de salir a recreo. Puede que los pizarrones ya no sean negros, puede que estén por doquier, que cualquiera pueda tener el suyo, pero el monopolio de mis recuerdos aún lo tengo yo. Sólo yo sé de esa cosquillita en la guata cuando en estas fechas, iba sin cuadernos al colegio y nos daban las notas de las pruebas globales antes de irnos de vacaciones. Sólo yo conozco mi emoción al recibir los cuadernos nuevos en marzo y de esos instantes de meditación y preparación antes de escribir la primera palabra en ellos. Pequeños rituales personales, íntimos, de tardes con olor a pan tostado, manjar y membrillo. Costumbres únicas, en las que nunca reparé cuando escribí por primera vez la palabra blackboard en mi cuaderno corcheteado.