Thursday, September 03, 2009

Nietos del Winnipeg

{Esta columna la escribí para El País de España hace seis años atrás, mientras terminaba mi doctorado en Barcelona. No sé si finalmente la publicaron, pero estoy seguro que aquí se constituirá en un homenaje a mi abuelo y a los 2.200 españoles que llegaron a Chile en búsqueda de la esperanza}


Cuando tenía nueve años me enteré de que tenía un tío que no conocía. En Chile, nuestra familia era pequeña y no muy numerosa: mis padres, mis dos hermanos, mis abuelos maternos, un tío y dos tíos abuelos. Toda la familia de mi padre estaba en Asturias, pues él se había ido a Chile a principios de los sesenta, con apenas 19 años. Sin embargo, este nuevo tío que de la noche a la mañana llegó a mi corta vida, no engrosó la familia en Chile, porque vivía en Bélgica, adonde se había trasladado desde Andalucía buscando un mejor porvenir. A esas alturas yo sabía que tenía tíos, tías y muchos primos en Gijón, Santander y en Barcelona, y tener parientes cerca de Bruselas le añadió un poco más de europeísmo a la familia. Entonces yo no comprendía la magnitud del drama y el dolor que estaban detrás de la historia de mi tío en Bélgica y de mi abuelo materno en Chile. Él contaba muy pocas cosas de la Guerra Civil. Como buen andaluz sabía hacer un muy buen gazpacho y entre ingrediente e ingrediente a veces me contaba algo. A Chile llegó buscando una nueva vida que la guerra le había destruido. Después de participar en la Batalla del Ebro volvió a su pueblo cordobés donde había dejado a su familia, su mujer y dos hijos. “Córdoba -así le decían en el frente-, ¡si vas al pueblo te van a matar!”, le gritaban por el camino quienes le conocían. Apenas estuvo un par de días y se tuvo que marchar. Efectivamente, como comisario republicano que era, en España su destino era encontrarse con una bala o un tiempo indefinido en prisión. Así comenzó su peregrinaje hacia la frontera francesa. Solo, con su uniforme militar, llegó al campo de refugiados, aunque mi abuelo siempre lo llamó campo de concentración. Y al parecer fue ahí donde se enteró de un barco que estaba llevando republicanos a Chile. La persona a cargo de la operación era Pablo Neruda, con quien mi abuelo se entrevistó. Sentado en una mesa recibió a mi abuelo. “¿Usted sabe a qué va a Chile?”, le preguntó el poeta. “Sí señor, a trabajar”, le contestó. “Eso mismo, a trabajar y dos consejos: no se meta en política y nunca le quite el trabajo a un chileno”. Dicho esto, Neruda añadió a mi abuelo a la lista del Winnipeg y le dio algo de dinero. Con 29 años, el grado de comisario del Ejército Republicano, apenas algunos recuerdos que llevaba consigo y una metralla que le había llegado en la espalda, se embarcó hacia un destino del cual poco había oído hablar. Atrás dejó su tierra, su mujer, sus hijos y una lucha por un ideal, para llegar a Chile a formar una nueva familia y cumplir con el consejo de Neruda: trabajar, y mucho. Nunca pude ver su carné del Partido Comunista Español ni su afiliación a Comisiones Obreras. El miedo a represalias y a la persecución política posterior al golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 en Chile, lo llevó a quemar todos los recuerdos que traía de la guerra. Así, lo único palpable para mi fueron sus historias y esa metralla incrustada en su espalda y que aún a sus 86 años me mostraba, días antes de que yo partiera a Barcelona a estudiar....la última vez que lo vi, sentado en su puesto de siempre, con su mirada llena de vivencias, de alegrías y penas. Y hoy camino por las ramblas que él también recorrió hacia el exilio, y tengo la suerte de compartir con aquella familia que él tuvo que dejar hace más de 60 años y de poder visitar a su hijo, ese nuevo tío que llegó a mi vida hace ya 22 años.


A la memoria de mi abuelo, Antonio Medina Castaño, y por su legado a ambos lados del Atlántico.


Francisco Javier Fernández Medina.